Cuando pienso en mi postparto, lo primero que recuerdo es lo abrumada a la vez que eufórica estaba. 

Tantos cambios de golpe, una nueva yo, una criatura dependiente de mí.

La gente venía de visita y el bebé era el centro de atención, los demás abarcaban casi todo el espacio.

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Yo pasé de estar embarazada, de ser un planeta en torno al cual giraba todo el sistema solar, a ser una nebulosa, una cáscara de nuez vacía. 

La soledad y la desesperación por ser una buena madre se apoderaron de mí.

Ahora, cuando echo la vista atrás, lo primero que siempre me viene a la cabeza una y otra vez, es la presencia silenciosa, amable y humilde de mi doula.

 

Sentada a mi lado, 

escuchándome de forma activa, 

sin juzgarme, 

dándome apoyo, 

resolviendo mis dudas de mi nueva maternidad si yo lo deseaba, pero sin decirme a cada rato qué debía hacer, 

dejando que yo misma tomara mis propias decisiones respecto a mi nueva maternidad.

 

Gracias a mi doula, recordé que la fortaleza y los recursos ya estaban dentro de mí y me sentí más capaz, más valiosa y sobre todo, menos sola.

 

Por todo ello, descubrí que yo también quería estar ahí para otras mujeres y acompañarlas en esta soledad que compartimos.

Y comencé mi camino de trans-formación como doula.